2 de febrero de 2010

Camino del Caoba


CAPITULO II - Parte 7

Arnoldo había llegado a las ocho de la mañana y se sentía cansado, dijo que no irían a pescar este domingo. Don Fernando estaba de acuerdo porque él más que nadie quería estar descansando y había acordado que este día iría con Juana y Chris a Chiltepec, pero no irían caminando porque sería muy fatigoso, harían el viaje en el bote y le pondría la vela porque el día estaba hermoso y el viento se encargaría de arrastrar la embarcación. Había sido una noche larga y el rostro del hombre revelaba el insomnio.
Doña Justina se había dado cuenta de su aspecto pero había sido prudente y no lo comentó mientras la familia desayunaba. Ella se había dado cuenta que su esposo estaba intranquilo y si no le dijo nada fue porque sabía que el trabajo de la madera a es muy duro. Chris, en cambio, le preguntó si algo le pasaba porque lo veía preocupado. Y él solamente le dijo: “Problemas de trabajo, no te preocupes”.
Mientras preparaba el bote que los llevaría a Chiltepec, le ordenó a Chris: “Dile a tu madre que Arnoldo se quedará con ella y por la tarde volveremos. Que Arnoldo sea amable con el muchacho, es nuestro deber de cristianos”.
Cuando navegaban en altamar, Chris le dijo, aprovechando que Juana se entretenía jugando con las enormes olas que zarandeaban la pequeña embarcación: “Papá, algo te preocupa y tú me dices nada. El hombre frunció el ceño, fijó la mirada en el horizonte marino y dijo con tono apenas audible: “Es cierto, hija. A ti no te puedo ocultar nada, en cuanto regresemos a la casa vamos a platicar sobre eso”.
--¿Es necesario que me lo digas en la casa? ¿Por qué ahora no?
Él señaló a Juana: “No es como tú, se lo diría a tú madre”.
--¿Mi mamá no debe saberlo?
--No, hija. No debe saberlo.
Don Fernando se mesó con los dedos el cabello alborotado por la brisa y enfatizó al tiempo en que se dirigía a la muchacha: “Y lo más irónico es que el joven que está en la casa tiene que ver con mi problema”.
El hombre calló porque Juana se enderezó y se volvió hacía ellos:
--Papá, ¿qué es eso que se ve como una gran mancha?
El hombre dirigió la mirada hacia donde le señalaba su hija y exclamó algo sorprendido:
--¡Caramba! Mantarrayas... y son bastantes. No se preocupen y procuren mantener la calma, ya dejaremos atrás estos animalejos.
A medida que el velero se iba introduciendo entre el cardumen de las mantarrayas, el temor se iba apoderando de las jóvenes. Uno de los escualos se chocó contra el bote, pero el impacto no era tanto como para que la embarcación zozobrara; sin embargo, Juana dio un grito y corrió a abrazarse de su padre que exclamó con premura:
--Cálmate hija, o harás que el bote se nos dé vuelta y entonces sí la pasaremos mal.
El espectáculo era impresionante y don Fernando sabía que estos animales en grupo eran peligrosos, pero había que conservar la tranquilidad. Al ver que Chris se había quedado en la proa del velero, don Fernando le susurró a Juana: “Mira, ve a Chris que está tranquila, tú no debes temer tampoco... y por favor no abras más esos ojos, que demasiado grandes los tienes”.
Trataba de que la niña se tranquilizara porque corrían el riesgo de zozobrar. Cuando salieron de la mancha de mantarrayas las muchachas fueron recobrando la calma; sin embargo, un nuevo peligro las amenazaba y don Fernando lo sabía. Se dio cuenta cuando volvió la vista hacia el norte. La línea negra que se veía encima del mar sólo significaba una cosa y era el viento fuerte del norte. Aún les faltaba poco más de un kilómetro para llegar a la barra y ya el viento estaba por llegar.
Como ya Juana estaba completamente calmada decidió no decirles nada. Además ellas estaban entretenidas comentando el incidente y señalaban a las mantarrayas que habían quedado atrás. Don Fernando se llevó una mano a la frente a manera de visera y escudriñó de nuevo el horizonte. Vio con preocupación que el mar en la lejanía comenzaba a encresparse.
--¿Qué pasa papá? --Le interrogó Chris.
El hombre sonrió ocultando su preocupación y contestó: “Nada hija, sólo veía el lado norte. Va a soplar un poco de viento”.
Efectivamente, el viento empezó a soplar cuando todavía les faltaban unos quinientos metros para llegar a la bocana. Esto hacía que el velero se deslizara con más rapidez, pero de vez en cuando amenazaba con zozobrar, las olas eran cada vez más grandes y las niñas estaban al borde de la histeria. Don Fernando con esfuerzo mantenía el rumbo de la embarcación:
--Cálmense. Ya llegamos a la barra. Enseguida estaremos en Chiltepec. Las niñas no contestaron nada porque el miedo las tenía enmudecidas. (Continuará)

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