11 de marzo de 2010

Camino del Caoba

por: Manuel A. Wilson Vera

CAPÍTULO II - Parte 7

Ahora había que entrar por cualquier lado, ya que la barra no se veía y sí en cambio una gran entrada que blanqueaba con las olas que reventaban de orilla a orilla. Don Fernando debía maniobrar con pericia, ya que podía encallar en algún bajo y esto sería terrible; sin embargo la Providencia los ayudó y entraron hasta el río en un río de marejadas. Las niñas recobraron el animó y dieron gracias a Dios.
Don Fernando volvió la mirada al mar y dijo: “Tendremos que dejar el bote recomendado y regresar a pie, por mar es ya imposible”.
--No importa --exclamó Juana--. Yo prefiero caminar de aquí a San Juan Bautista y no irme a la casa por mar.
Todos rieron mientras el bote se deslizaba por el río González. Desembarcaron por una parte donde había palmeras en la orilla. Y más tierra adentro estaba una casita de palmas en donde vivía don Simón, un conocido de don Fernando.
El hombre salió a recibirlos mientras reclamaba “¿Qué te pasa, hombre? Un poco más y te hubieses visto en apuros. ¿No previste el tiempo?”.
Don Fernando se pasó la mano por el cabello alborotado y contestó: “¡Qué va, Moncho! Cuando salimos estaba calmo y no se veía señas de norte”.
Miró a las niñas que se habían quedado recargadas al lado del camino y dijo: “Ya me imagino el susto que pasaron las niñas”.
--Sí. Pero gracias a Dios no pasó a más y aquí estamos... ¿Puedo dejar mi bote en la orilla?
--¡Oh, sí! Sí, claro, cómo no. Ya le daré un vistazo de vez en cuando. ¿Vas por tu sueldo?
--Sí y de paso me traje a las chicas a que se distrajeran. Con permiso, Moncho, quiero ser de los primeros en cobrar, te encargo mi bote.
Al rato don Fernando estaba ante el capitán del barco “El Gales”. El hombre estaba un poco contrariado, porque pensaba que ese mismo día zarparía rumbo a Europa, pero debido al Norte debía esperar unos quince días que duraba el mal tiempo, si no es que demoraba los veinte días. Lo que también significaba que el corte de madera se iba a suspender por unos días. Esto lo ponía irritado y así estaría hasta que de nuevo volvieran las labores.
Se decía que el capitán era así porque había perdido a su hija de tres años allá en su natal Irlanda, situación que aunada a la pobreza en que se encontraba el país lo obligo a abandonarlo y refugiarse en estas tierras; su esposa se había quedado en Irlanda, pues no quiso seguirlo. Y cada dos años el iba a verla junto con su hijo Henry, de dieciocho años, a quienes les llevaba dinero.
El irlandés había insistido a su esposa que viniera a Chiltepec, pero ella no quiso. “Una mujer enamorada sigue al hombre hasta donde él vaya, pero mi esposa parece no estarlo y esto me decepciona y me irrita”, pensaba. A quien más le contaba de estas intimidades era precisamente a don Fernando, los dos eran irlandeses y se conocían desde hacía mucho tiempo. Tanto así que incluso vivieron en la misma aldea.
Ahora don Fernando lo enfrentaba y sabía que había que ser paciente para capear el voluble carácter de su amigo.
--Y bien, ¿vienes a buscar tu pago? Llegaste a tiempo porque si te demoras un poco más no me encuentras. ¿Y sabes a dónde voy? Pues a tomar unas copas para disipar el mal humor. ¡Peste de tiempo! Hoy precisamente tenía que venir el Norte cuando “El Galés” estaba por zarpar. ¿Tú sabes lo que eso significa, verdad?
Se levantó de su escritorio y poniendo las manos atrás se dirigió a la ventanita, miró hacia el río y enseguida volvió a su lugar para gruñir:
--Hay que esperar dos semanas. ¿Lo oyes? ¡Dos semanas!
Luego se quedó serio, miró a don Fernando y jaló un cajón para extraer un sobre. “Toma, esto es tu raya”.
Don Fernando lo miró y le dijo con premura: “Gracias, ¿cómo va lo de la indemnización del hombre?”.
El capitán encogió los hombros y contestó burlón: “Por lo visto sigues preocupado por lo de ayer. ¡Bah! Un indio menos de los que aquí abundan. Y deja de preocuparte, ya el lunes se le llevará a la viuda el dinero”.
Don Fernando estuvo a punto de decirle que el hijo del finado estaba en su casa, pero se abstuvo y sólo comentó: “Eso me conforta, y ahora me voy porque mis hijas me están esperando”.
Cuando salió al camino ya caía una llovizna y la temperatura había descendido considerablemente. Se trajo a sus hijas pensando que iban a pasar un buen rato de entretenimiento, pero el mal tiempo había cambiado las cosas. Les podía llover de regreso y era un poco más de una hora de camino. Pensaba saludar a sus compañeros de trabajo pero decidió mejor no hacerlo. (Continuará)

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